Capítulo 36
Hacía menos frío junto al Sena,
que en las calles.
Se subió el cuello de la camisa canadiense
y fue a mirar el agua.
La idea de un kibutz del deseo
hacía rato le rondaba.
Sentía que no era una frase absurda
como “esa Palmira gorda, la esperanza”
¿Vos no creés, che?
El gato no dijo nada.
Kibutz del deseo
rincón elegido donde alzar la tienda final,
donde salir al aire de la noche, con el tiempo que lava la cara,
y unirse al mundo, a la Gran Locura, a la Inmensa Burrada,
hanotó Holivera, debajo del puente,
oyendo los ronquidos de los clochards.
Kibutz del deseo,
no del espíritu, no del alma.
Con un nuevo cigarrillo que le daba calor,
consintió en deplorar la distancia insalvable que lo separaba.
Búsqueda de una ciudadela desesperadamente lejana
solo alcanzable con fabulosas armas,
no con el alma de occidente, con el espíritu,
esas potencias gastadas por su propia mentira, esas coartadas.
Y aunque deseo fuese también
fuerzas incomprensibles de una definición vaga,
lo sentía en cada salto adelante, eso era ser hombre,
ese encuentro incesante con las carencias, con la nostalgia,
esa totalidad inseparable,
no ya un cuerpo y un alma.
Entonces equivocarse ya no importaba tanto
como si la búsqueda hubiera sido organizada
con mapas de la Sociedad Geográfica
y brújulas auténticas certificadas.
Se moriría sin llegar a su kibutz
pero su kibutz estaba allí, lejos pero estaba.
Y entonces podía meter la cara entre las manos
dejando nada más el espacio para que el cigarrillo pasara.
Un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo.
Y de la Tierra al Cielo las casillas estarían abiertas, y Cielo no sería un
repasador manchado de grasa.
Lo malo es que justamente a esa altura,
cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo,
se acaba de golpe
la infancia.
ADAPTACIÓN A LE TEMPS DES CERISES
Kibuts del deseo sentía que no era
una frase absurda como “esa Palmira
gorda, la esperanza”.
Rincón elegido donde alzar la tienda,
salir a la noche con cara lavada
hanoto Holivera debajo del puente
oyendo roncar a los clochards.
Capítulo 40 No podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires
Ya vegetaba con la pobre y abnegada Gekrepten
que cebaba unos mates impecables
aunque hacía pesimamente el amor.
No podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires.
Las cosas simples y un poco viejas lo hacían sonreír:
el mate, los discos de De Caro, a veces el puerto por la tarde.
La vuelta era realmente la ida en más de un sentido.
No podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires.
Se armaban terribles discusiones sobre Manauta,
David Viñas, el padre Castellani, la política de YPF, Bioy Casares.
En realidad, no había vuelto sino que lo habían traido.
No podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires.
-Horacio es un perfeccionista- lo compadecía Talita.-
A fuerza de pelearse empezaban a respetarse.
-Es el tábano sobre el noble caballo.-
No podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires.
Chicas con caritas de arroz con leche y Radio El Mundo,
como un talco de amable tontería pasan por las calles,
sin contar las mujeres intelectuales y emancipadas.
No podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires.
Había noches en que todo el mundo estaba como esperando algo.
Olivera era un tipo raro cuya rareza debía andar por otra parte.
Se sentían muy bien juntos, pero eran como una cabeza de tormenta.
No podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires.
Al final se iban a la cama con un mal humor latente,
y soñaban todas las noches con cosas agradables,
lo que más bien era un contrasentido.
No podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires.
Capítulo 75 Delante del vanitory
Había sido tan hermoso,
en viejos tiempos, sentirse instalado
en un estilo imperial de vida que autorizaba
a el dialogo con los astros,
las meditaciones en las noches bonaerenses,
los sonetos,
la serenidad goethiana en la tertulia del Colón
o en las conferencias de maestros extranjeros.
Para sentir la distancia que ahora
lo aislaba de ese columbario
de aceptación de lo inmediato como lo verdadero,
que se quería así, deliberadamente atildado,
en Buenos Aires, capital del miedo,
Olivera no tenía más que remedar,
con una sonrisa agria,
los modos áulicos de decir y de callar.
Rodeado por ese discreto allanamiento de aristas
que se da en llamar buen sentido
(delante del espejo
se soltaba la risa en la cara
y en vez de meterse el cepillo en los dientes
lo acercaba a su imagen y la untaba)
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